Por Martín Rapetti. Políticas Públicas e Investigación del T20.
Un fantasma recorre el mundo: un creciente sentimiento antiglobalización. Este sentimiento ha adoptado diferentes formas e identificado distintos culpables: el comercio internacional, las finanzas globales, los inmigrantes, las instituciones multilaterales y supranacionales e incluso las nuevas tecnologías. Su erupción no es nueva, pero ha tomado notoriedad a partir de una serie de manifestaciones en países avanzados. La crisis financiera de 2008 operó como catalizador. Ya en 2011 se advirtieron signos visibles de insatisfacción a través de movimientos como Ocuppy Wall Street en Estados Unidos y los indignados españoles. Esas manifestaciones no tuvieron implicancias políticas significativas como algunas que seguirían después. El triunfo electoral del partido de izquierda griego Siryza en 2015 se construyó a partir de un duro discurso contra las instituciones europeas y sobre la velada amenaza de abandonar la moneda común.
El sentimiento antiglobalización se intensificó durante 2016. El caso, tal vez, más impactante fue el Brexit: el ajustado triunfo en el referéndum de quienes, desencantados con la integración a la Unión Europea, votaron a favor de la salida del Reino Unido. Unos meses antes, el Partido de la Libertad austríaco —de fuerte orientación nacionalista, euroescéptica y hostil a la inmigración— había causado un terremoto político al estar a pasos de ganar la elección presidencial. La popularidad de los líderes populistas anclados en movimientos nacionalistas, euroescépticos y hostiles a la inmigración se viene observando también en Francia con la figura de Marine Le Pen y más recientemente a partir del batacazo electoral de Alice Weidel y Alexander Gauland, quienes llevaron al —para muchos xenófobo— partido Alternativa Alemana a un inesperado tercer lugar en las elecciones de unas semanas atrás.
Sentimientos similares impregnan la política del otro lado del Atlántico. Donald Trump ganó primero las primarias republicanas y luego la elección nacional con un discurso que caló hondo en la clase media baja norteamericana. Con su propaganda de America First, prometió la construcción de un muro en la frontera con México y la implementación de medidas proteccionistas para recuperar el empleo perdido en manos de inmigrantes mexicanos e importaciones chinas basadas en mano de obra barata. Con la misma motivación, decidió retirar a los Estados Unidos del Acuerdo de París firmado por 195 países para reducir la emisión de gases de efecto invernadero.
La creciente visibilidad del sentimiento antiglobalización que se observa en amplios sectores de Estados Unidos y Europa trasluce un hecho cada vez más claro: la globalización de las finanzas y del comercio ofrece beneficios pero también acarrea costos, los cuales no son distribuidos homogéneamente al interior de la sociedad. La globalización genera ganadores y perdedores. La frustración de quienes se sienten perdedores ha sido el vehículo sobre el que se montaron partidos nacionalistas y políticos populistas.
Que la globalización involucra costos y beneficios y que genera ganadores y perdedores son nociones crecientemente aceptadas en la academia del mundo desarrollado. La crisis financiera global de 2007 y 2008 ha revalorizado el trabajo de quienes advertían acerca de las fallas en los mercados financieros —problemas de información e incentivos— y las posibles conductas miopes de quienes participan en ellos. Bancos, instituciones financieras e inversores muchas veces toman decisiones que no contemplan adecuadamente los riesgos. De modo similar, reguladores y aseguradoras —por acción u omisión— muchas veces no evalúan correctamente los riesgos sistémicos que implican las decisiones que toman aquellos a quienes deben controlar y asegurar. Las crisis financieras son resultados probables en estos contextos. Como las crisis implican pérdidas sustantivas para la economía por los efectos derrames que la intermediación financiera genera sobre el resto de los sectores productivos, los estados deben rescatar a quienes las provocaron. La sociedad paga la boleta y eso naturalmente provoca descontento social.
La convicción de que el libre comercio aumenta el bienestar social estuvo siempre muy arraigada en la academia norteamericana y europea. Sólo recientemente se ha tomado conciencia de que el comercio internacional puede tener efectos negativos perdurables sobre segmentos relevantes de un país. Investigaciones del impacto de las importaciones manufactureras chinas en países avanzados muestran que los sectores productivos afectados reducen significativamente su producción y empleo. Los trabajadores desplazados consiguen empleo en actividades de menor productividad y salarios o terminan desempleados. Como las actividades afectadas están concentradas geográficamente, allí se observa mayor desempleo, fragilidad laboral y desigualdad de ingresos. Un aspecto sorprendente para la teoría económica convencional es la baja y lenta movilidad del empleo hacia zonas económicamente más vigorosas dentro del mismo país. Como consecuencia del impacto económico negativo, su concentración geográfica y duración, las áreas afectadas gradualmente empiezan a reflejar mayores índices de criminalidad, abuso de drogas, deserción escolar, depresión y enfermedades. El caso emblemático en los Estados Unidos es el llamado Rust Belt (cinturón de óxido), ubicado en el noreste del país y otrora pujante zona industrial.
La globalización en América Latina
En América Latina, vivimos dos oleadas de crisis vinculadas a nuestros procesos de globalización financiera. Una ocurrió a principios de la década de los ochenta, la otra, en la segunda mitad de los años noventa. La primera derivó en una verdadera década perdida para la mayoría de los países de la región. La segunda fue más selectiva y sus impactos no fueron tan dramáticos, a excepción de las crisis argentina y uruguaya de 2001-02. Los programas de liberalización comercial en la región se produjeron entre fines de los años ochenta y principios de los noventa. La intensidad de sus efectos negativos varió según los países, pero en promedio se observó una marcada desindustrialización, una fuerte caída del empleo industrial y un incremento de la informalidad laboral, la pobreza y la desigualdad.
Ha sido la Argentina a quien peor le fue en sus intentos globalizadores. El ingreso promedio por habitante era en 2004 esencialmente igual al de 1974. Tres décadas perdidas. El promedio, sin embargo, enmascara brutales asimetrías al interior de nuestra sociedad. A mediados de los 2000, la tasa de desempleo era tres veces la de 30 años atrás, la de pobreza nueve veces y la distribución del ingreso había empeorado significativamente. También los efectos negativos se concentraron en sectores específicos; el conurbano bonaerense es nuestro Rust Belt. No es de extrañar el rechazo de la sociedad argentina a los organismos multilaterales y la globalización a principios de los años 2000. Tampoco sorprende el fuerte apoyo social inicial al viraje proteccionista durante la primera mitad de los 2010.
Mirando hacia adelante
En diciembre, la Argentina asumirá la presidencia del G20, el grupo de 20 países desarrollados y en desarrollo que tiene por misión cooperar en temas económicos y financieros, darle forma a la globalización. A partir de los recientes acontecimientos políticos y sociales en el Norte, así como aquellos que ocurrieron antes en el Sur, parece clara la necesidad de una reforma. La globalización representa una gran oportunidad para los ciudadanos del mundo en términos no solo de intercambios de bienes, servicios e inversiones, sino también de ideas, conocimiento, arte y cultura. Sin embargo, el modo de integrarnos puede también traer aparejados importantes costos sociales que potencialmente pueden desencadenar algunas de las peores expresiones sociales: proteccionismos extremos, nacionalismo, autoritarismo e incluso xenofobia. Es responsabilidad de los líderes del G20 —y de quienes aportamos ideas y propuestas en los distintos grupos asociados B20, C20, L20, T20, Y20 y W20— dar forma a una globalización distinta, capaz de potenciar los beneficios de la integración pero que al mismo tiempo administre y mitigue sus costos. Una globalización que promueva sociedades prósperas, justas e integradas.