El comunicado final del Think 20


Cooperación para superar los desafíos del multilateralismo

El escenario internacional luce complejo. El descontento con la globalización ha dejado de ser una característica exclusiva de algunos países en desarrollo para extenderse a las naciones avanzadas. Tras años de cooperación internacional exitosa, predominan hoy las controversias entre países en materia comercial, impositiva, tecnológica y ambiental.

El G20 fue exitoso gestionando la crisis financiera global de 2008- 2009 y conteniendo la difusión de sus consecuencias. En esos años, el mundo enfrentó una amenaza global urgente y los líderes del G20 definieron, coordinaron e implementaron las políticas monetarias, fiscales y regulatorias necesarias para enfrentar la crisis. Desde entonces, el G20 ha cumplido un rol fundamental para promover la estabilidad financiera internacional.

Desafortunadamente, y a pesar de su relevancia, parte de la dirigencia no pareciera percibir a los desafíos globales actuales con la misma urgencia. El cambio climático, la seguridad alimentaria, la distribución de los costos y beneficios del comercio y la tecnología, la desigualdad (incluyendo la inequidad de género) así como las necesarias inversiones en infraestructura para el desarrollo son desafíos globales que generan externalidades, cuyos efectos no se perciben en el corto plazo con la misma nitidez que una crisis financiera. Se trata de problemas de acción colectiva en los que los países tienen pocos incentivos a procurar soluciones individuales porque son costosas, no se apropian enteramente de sus beneficios e implican conflictos de intereses. Es imposible, sin embargo, promover el bienestar global si cada país no está dispuesto a dar concesiones y esforzarse para promover la cooperación internacional.

Los problemas globales demandan respuestas cooperativas e instituciones capaces de generar compromisos estables. En el contexto actual, con múltiples desafíos pero sin una urgencia que reduzca las diferencias entre los actores y facilite la cooperación, las instituciones multilaterales muestran dificultades para alcanzar soluciones globales. El G20 es el foro ideal para iniciar el diálogo en busca de los consensos básicos de un multilateralismo que permita enfrentar una agenda compartida, principalmente en materia comercial, de cambio climático, inequidad y cambio tecnológico.

Rediseñar el sistema multilateral de comercio

El G20 debería iniciar el diálogo para rediseñar a la Organización Multilateral de Comercio (OMC) y así evitar una escalada de las fricciones comerciales. Se trata de facilitar que las sociedades se adecúen a los desafíos productivos, tecnológicos y sociales del siglo XXI. Un acuerdo con creatividad entre los líderes del G20, en el que prime el principio de cooperación, generaría el impulso para vigorizar la necesaria reforma de la OMC, y fortalecer el sistema de comercio internacional.

Este diálogo, que podría desarrollarse en el ámbito del Grupo de Trabajo sobre Comercio e Inversión del G20, estaría en condiciones de edificarse sobre tres propósitos. En primer lugar, concertar la transición hacia un nuevo régimen comercial, acorde a un mundo multipolar. En segundo término, preservar lo esencial del sistema multilateral —como el principio de no discriminación— y adaptar las reglas e instituciones a las nuevas realidades del comercio mundial, caracterizado por la creciente digitalización e internacionalización de las actividades productivas y la consolidación de las cadenas globales de valor. El sistema debería responder a necesidades globales, como la seguridad alimentaria, tanto a través del comercio de bienes agrícolas como del desarrollo de sistemas alimentarios globales saludables y sustentables. En tercer lugar, se trata de conciliar la flexibilidad y previsibilidad que requiere el sistema multilateral de comercio.

Cumplir el Acuerdo de París

El G20 también debería desempeñar un papel central en la lucha contra el cambio climático. Con la tendencia actual, el calentamiento global superará los 2° C establecidos como techo para 2050. Sólo la acción inmediata y cooperativa de la comunidad internacional, con el liderazgo de los países del G20, permitirá revertir esta situación. Las medidas para mitigar y adaptarnos al cambio climático deben ser claras, contundentes y el compromiso para su implementación duradero y equitativo. El Acuerdo de París es el marco adecuado para este objetivo.

El cambio climático requiere significativas inversiones en infraestructura para el desarrollo. Las economías emergentes necesitan crear o expandir su red de servicios públicos y los países desarrollados modernizarla. El G20 debería promover acuerdos para asegurar que la nueva infraestructura contribuya a mitigar el cambio climático e incentivar el desarrollo de instrumentos y reglamentaciones financieras que permitan movilizar los recursos necesarios para llevar adelante estos proyectos. La influencia del G20 sobre las instituciones financieras multilaterales, los bancos de desarrollo y el sector privado —actores fundamentales en este proceso— será decisiva para estos propósitos.

El cambio climático es un desafío global, pero tiene una clara dimensión local. El 70% de las emisiones de efecto invernadero provienen de áreas urbanas, y este porcentaje crecerá en los próximos años con los procesos de urbanización en marcha en los países en desarrollo. El G20 debería potenciar a las ciudades para liderar la implementación de medidas para mitigar el cambio climático, asignándoles voz, recursos y responsabilidades, posibilitando así el cumplimiento de las Contribuciones Previstas y Determinadas Nacionalmente y los Objetivos de Desarrollo Sustentable (ODS).

Promover un nuevo contrato social

La inequidad es otra gran fuente de frustración social a escala global. Ésta toma múltiples formas, siendo las brechas de género y la inequidad en la distribución del ingreso y la riqueza las más visibles. La vulnerabilidad de derechos y la falta de oportunidades de determinados grupos—por etnia, origen geográfico y orientación sexual, entre otros— son formas menos sonoras de inequidad pero también relevantes.

Sobre este escenario de inequidad global se monta la irrupción y difusión de nuevas tecnologías —la cuarta revolución industrial— que si bien prometen ser una fuente de crecimiento de la productividad y del bienestar material, pueden también intensificar las asimetrías. Sabemos que las nuevas tecnologías favorecerán a algunos trabajos y actividades y tornarán perimidas a otras. Sabemos también que podrán afectar más desproporcionadamente a las mujeres que a los varones y que probablemente se adoptarán y difundirán más rápidamente en países ricos que pobres. Todo esto podría exacerbar la inequidad. Pero sabemos, por otra parte, que las nuevas tecnologías son herramientas potentes que —de ser accesibles a aquellos con menor preparación y oportunidades— pueden convertirse en un trampolín que facilite la reducción de las brechas existentes.

El G20 tiene por delante el desafío de cooperar para diseñar una nueva forma de estructuración social, un nuevo contrato social con las personas en el centro de las preocupaciones, que convierta a las nuevas tecnologías en vehículos no sólo de crecimiento y productividad sino de mayor equidad, transparencia y cohesión social.

El reto es multidimensional. Se trata por un lado de considerar la dimensión acerca de cómo se distribuyen los dividendos digitales que se generarán con la adopción y difusión de tecnologías disruptivas. El nuevo contrato social debería además contemplar el diseño de un sistema educativo de calidad que no sólo prepare a las personas para procesos productivos que demandarán nuevas tareas y habilidades, sino también para desarrollarse como ciudadanos plenos en un mundo digital. Esa ciudadanía plena requiere, entre otras acciones, una innovadora pedagogía para que los trabajadores puedan colaborar e interactuar con la nueva generación de robots de manera cotidiana; una renovada alfabetización ciudadana para el manejo de los grandes datos; medidas de gobernanza que desincentiven la manipulación de la opinión pública y los problemas de privacidad; y un incremento del gasto en investigación y desarrollo a través de círculos virtuosos de conocimiento y acción global.

El desafío de innovación institucional convoca a construir un sistema educativo que empodere a las personas y les otorgue un propósito que trascienda su rol social estructurado a través del trabajo, como ha ocurrido desde la primera revolución industrial. El nuevo contrato social debería también diseñar sistemas de protección social para que los desplazados no se conviertan en marginados, y para que quienes no puedan adaptarse a tiempo a las nuevas tecnologías logren una transición efectiva.

La reducción de las brechas de géneros debería estar en el centro de este nuevo contrato social. La creciente participación de las mujeres en el mundo laboral de las últimas cuatro décadas se está desacelerando y permanece muy por debajo de las tasas de participación laboral masculina. Esto se explica, fundamentalmente, por la inequitativa distribución de tareas domésticas, de cuidados y crianza, que recae mayormente sobre las mujeres.

La equidad económica de género es un imperativo para la economía global y el G20 tiene la responsabilidad y la capacidad de generar avances concretos. En 2014, el G20 reconoció este rol con el compromiso de reducir la brecha de participación laboral por género en un 25% para el 2025. El nuevo contrato social debería incorporar una perspectiva transversal de género que contribuya a una mayor equidad y a un crecimiento sostenible.

Representatividad, diversidad y flexibilidad

El G20 es el foro para afrontar estos apremiantes desafíos globales porque combina representatividad, diversidad y flexibilidad. Es el grupo de países que cobija al 66% de la población mundial, produ – ce el 85% de la producción global y participa del 75% del comercio internacional. Su representatividad y valor deriva también de la di – versidad de sus integrantes. Conviven en el G20 países de todos los continentes, naciones de ingresos altos, medios y bajos, poblaciones de las más diversas religiones, historias, experiencias y culturas. Esa diversidad es uno de sus activos más importantes; debería tener un rol más protagónico.

La flexibilidad es también un activo valioso del G20 que le permite lidiar con problemas que, aunque de naturaleza común, adoptan en cada país características específicas y requieren soluciones con ma – tices propios. La inequidad, por ejemplo, que tanta preocupación ha generado en los últimos años en los países avanzados no ha tenido la misma relevancia en muchos países de menor desarrollo. En el mun – do desarrollado preocupa que el crecimiento de las últimas décadas no haya sido equitativo, mientras que en muchos países de Asia, en cambio, el rápido crecimiento económico ha permitido una notable reducción de la pobreza. En América Latina —caracterizada por ser una de las regiones de mayor desigualdad— en la últimas tres décadas lo sobresaliente ha sido, por el contrario, el muy magro crecimiento. De modo similar, el temor a la precarización laboral e informalidad —la gig economy— que empiezan a avisorar los países avanzados no es una amenza potencial para muchos países en desarrollo sino la realidad que viven gran parte de sus habitantes desde hace ya varias décadas. Los desafíos de la migración adoptan también formas muy distintas en países en desarrollo y avanzados porque los movimientos migratorios fluyen mayormente en sentido opuesto.

Por su representatividad, diversidad y flexibilidad, el G20 es el foro internacional más apto para impulsar la cooperación y la coordina – ción multilateral y así promover acciones para un mundo más prós – pero, inclusivo y sustentable, que respete las idiosincrasias y par – ticularidades de cada país. Con su trabajo, el Think 20 (T20) busca ayudar al G20 a encontrar soluciones a los desafíos globales, aportan – do propuestas concretas que no reflejan intereses sectoriales, sino los resultados de investigación basada en evidencia.